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La diosa Ainé

Hace muchas infancias contaron los ancianos acerca del alcance de su hechizo.

Con las voces del olmo, de robles, de castaños, desceñían historias donde el alma labriega alzaba sus altares la noche del solsticio de verano.

Las voces eran velos de morriña rescatando aquel cielo de estrellas tan distantes cuyos nombres tejían otros signos. Otros enigmas. Otras providencias. Otras alegorías. Otros mitos.

Por entonces la maga no sabía que era tan necesario resguardar la memoria de su raza. Los vestigios de sangre campesina alimentando el fuego en sus antorchas hechas de paja y heno. Peregrinando en torno a su colina.

Corriendo sobre campos de cultivos. Invocando el prodigio de su gracia.

Protectora de siembras y rebaños. Custodia de los vientres fecundados.

Por entonces la maga no sabía que su misión sería recordarla. Preservar los conjuros que siempre la fundaron como diosa y señora del amor. Mientras la luna llena o los eclipses la cubrían con mantos de ceniza. Mientras la plenitud de las mareas.

Las voces no podían olvidarla.

Bajo el agua del lago custodiado por piedras verticales se presienten los muros de cristal, las torres transparentes, el trono que los druidas tallaron en la piedra. Ella peina en silencio su larga cabellera con un peine dorado.

La diosa Ainé, señora de las hadas.

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